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Oh, vamos a ese lugar mejor

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Última noche en Ushuaia. ¿Qué vi, qué hice? Tengo una playlist que se llama Ushuaia / as time goes by , dedicada exclusivamente a canciones que sonaban o podrían haber sonado cuando era chico. La última la agregué hoy y se llama Beetlebum, de Blur. No la conocía, me apareció en Instagram. La playlist me enseña que se puede expandir el pasado; desde el presente se le pueden agregar cosas que pertenecen al mismo mundo, que “vibran” en la misma frecuencia. Volver a Ushuaia siempre es expandir un poco el pasado. El domingo fuimos con F a un paseo de artesanos. Casi todos los stands vendían postales, mates, aros o todo eso junto. En un momento me di vuelta y vi a mis espaldas una biblioteca que apareció casi de la nada. No sé cómo, no sé por qué, pero ahí estaba, contra una pared. Encontré un manual Santillana de cuentos clásicos, algunos de terror, otros policiales, otros de aventura. En una palabra: historias que leía de chico, con la tipografía de los libros que leía de chico, y el mismo

El milagro de la permanencia

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Café y tarta de manzana en Xpresso . Al lado, un libro de Emmanuel Carrère por el que pagué un precio excesivo –es un conjunto de artículos bastante mediocre; el escritor francés, como todos en algún momento, cayó en el “hazte la fama y échate a dormir”–. Siempre fantaseo con ir todos los días al mismo café, si es posible en la misma mesa. En Buenos Aires es habitual entre ancianos y oficinistas. Yo, que sueño con ser oficinista, quiero adoptar la costumbre del café. Desde que soy muy chico me llevan a cafeterías, y desde que tengo memoria hay un grupo de tipos que se junta todas las mañanas en el mismo bar (se llamaba Café de la esquina, siempre pasaban jazz; cambió de nombre, de dueño y de música, lo único que permanece es la mesa de los tipos). Si mañana voy a ese bar, que ahora se llama Brix, sé que los voy a encontrar. Es el milagro de la permanencia. No lo conozco en persona, solo puedo verlo en otros. La mesa del café, ese cuadrado de madera lustrada, se parece mucho a una balsa

Cambiando la piel

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Es un día de sol, cosa poco común en Ushuaia, y encima domingo. Eso significa que todo el mundo tiene planes, proyectos. Bueno, la palabra proyectos es exagerada, un porteño diría “un programa”. No hacer nada un día como hoy sería terrible, no tanto porque de verdad lo lamente sino porque en las redes todos muestran fotos en un lago, en el campo, con el humo del asadito y música que sale de los autos con puertas abiertas. Miro por la ventana: el vecino de abajo lava el auto, como siempre. Es un loco del auto, lo ama. Qué lindo es tener una pasión, entregarse a algo. Para todo lo demás está la plata: el dinero es una pasión ideal para los que no tienen pasiones. Levanto la vista: enfrente hay una casa grande, hermosa, donde al parecer viven unos chicos, o mejor dicho unos jóvenes. Es como la casa de okupas pero versión cheta: siempre entra y sale gente que se sube a autos de gama media-alta, fuman afuera y hablan con tono de porteño con guita. Como si fuera poco, uno se llama Ricardo. Y

El canto de las sirenas

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Estuve buena parte después de la cena pasando reels, tuits y demás yuyos en el celular. Solo cuando dieron las doce una fuerza interna –”no era yo, era el dios dentro de mí”, dice Silvio Astier en El juguete rabioso– hizo que me levantara y viniese a la pieza de abajo a teclear esto. Vuelve el animal nocturno, el búho de ojos grandes que se posa en una rama a mirar la noche, el humano que se convierte en lobo cuando hay luna llena, o mejor: la cenicienta que necesita volver a su casa cuando dan las doce porque se rompe el hechizo. El hechizo no es la escritura febril de la noche, sino todo lo que hay durante el día: la caminata a la Laguna Esmeralda, la compra inesperada de una remera talle L, la ingesta de pochoclos comprados en la calle San Martín, con ese olor tan ushuaiense que mezcla maíz, frío, caramelo y el color de la piedra en la vereda. Otra vuelta por La Boutique del Libro, solo para constatar que las novedades me interesan cada vez menos, solo para abrir al azar un libro mu

Demasiado clásico, mejor otro día

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Estoy en Xpresso, en una mesa de la ventana, detrás de una columna. Hasta recién leía Los sorrentinos, de Virginia Higa. Muy buen libro. Todavía no logro enganchar la estructura, ¿qué agrupa a cada capítulo? Por lo que veo es todo resumen, y el protagonista es más el restaurante La trattoria que su dueño, el Chiche. Hay una influencia muy fuerte de Natalia Guinzburg y el concepto de léxico familiar, ese dialecto que una familia cultiva puertas adentro.  En mi familia hay un léxico propio, creo yo que más abundante que el habitual. Sobre todo por mi papá, que tiene una predilección por los apodos y las bromas que se repiten hasta instalarse en la vida cotidiana. Cuando habla de un hotel de mala categoría, dice que es un hotel Lucho, por un chiste de Condorito. También habla del orgullo Sosa, la fuerza que mueve a mi vieja a hacer lo que alguien le dice que no puede hacer. Como la selección argentina con las palabras del entrenador holandés Van Gaal, la mayor motivación de mi mamá es que

Avión

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Estas líneas nacen entre las nubes, mientras viajo a Ushuaia. Las últimas dos veces que me tocó volar, ambas de madrugada, me fijé cómo se iluminaba la noche, porque estoy escribiendo una novela en la que alguien se sube a un avión de noche. Algo bueno de escribir es que uno tiene razones para mirar alrededor y prestar atención a los detalles. El resultado es una paradoja: cuanto más metido está uno en la escritura, más metido está en la vida. Había reflectores blancos en medio de la pista, colaboraban las luces del avión, el aeropuerto brillaba como una brasa caliente. Y lo más importante: había metales que reproducían la luz.

NOTA PUBLICADA EN SEMANARIO ESCOLAR DE ORIENTACIÓN ARTÍSTICA, REDACTADA POR EXALUMNO DE PROMOCIÓN 2011 PARA ANIVERSARIO N° 25 DEL COLEGIO.

Acá te digo cómo calzarte la guitarra de modo que todos sepan que sos uno de los más grandes del mundo, o por lo menos uno de los veinte mejores del país. Acá te digo cómo lastimarte la yema de los dedos con las cuerdas hasta que te sangren. Va a doler un poco, pero tu espíritu romántico va a pensar que el concepto de sangre, sudor y lágrimas rige para todo tipo de artistas. A los doce años asusta un poco la marca de las cuerdas de acero en los dedos, pero te acostumbrás rápido. Y te va a gustar cuando veas que las chicas preguntan con admiración qué te pasó. Si se acerca una en particular y pregunta si te lo hiciste tocando la guitarra, no contestes que sí. No dejes que todos sepan que tocás la guitarra, sé humilde. La tentación va a ser grande, pero resistí. Resistí cuando llegue tu primera oportunidad para tocar en público, aunque dicha oportunidad no sea más que una muestra de fin de año en el colegio y los micrófonos anden mal, nadie preste atención y el tema a ejecutar se